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lunes, 15 de noviembre de 2010

Perros del ring

En Bogotá, algunos boxeadores y luchadores del valetodo arriesgan su salud a cambio de unos cuantos pesos para que el público se divierta y apueste.

Valetodo en Bogotá
Foto: Felipe Abondano
Las artes marciales mixtas toman lugar en un octágono enrejado. Casi todos los golpes y patadas están permitidos.
El público espera. Ha pagado los $60 mil de la boleta y se acomoda para ver más allá de la reja o el encordado. Algunos vinieron como compañía, pero casi todos quieren ver a los luchadores golpearse, sangrar, noquearse. Mientras en la tribuna la gente clama por violencia, ellos, en los camerinos, oran esperando su turno. Dicen, por ejemplo: “Dios, por favor protégeme a mí y a mi contrincante, no permitas que lo machaque, ni que él me machaque”.
La trama comienza con dos figuras geométricas que parecen recordar el espacio que tiene la violencia en la diversión humana. Nadie pregunta por los luchadores, más allá de su talla y sobrenombre. Ambos entienden el espectáculo como una forma de ganarse la vida, o un deporte que los llenará de gloria. Son espacios distintos: el luchador pelea para pagar sus deudas. El boxeador, para cumplir su sueño.
El luchador: “La reja es un muro de contención con cierta flexibilidad”
De todos los golpes cargados de furia, el que más dañó a su oponente fue el que le asestó en el ojo izquierdo. Su objetivo era permanecer de pie y golpear lo que más pudiera. Sabía que su adversario era fuerte en llaves y “suelo”, no porque lo hubiera visto pelear antes, sino porque lo único que Néstor Benavides conocía de su contendiente era que quien lo entrenaba era un “duro” en jiu-jitsu.
En el primer round Benavides cumplió su objetivo. Se mantuvo en pie, no permitió que Jorge Penagos lo tumbara, impuso su estilo: los puños y patadas prevalecieron sobre las llaves. Cuando sonó el pito, emocionado, les sonreía a las cámaras. Estaba feliz, había dominado al que está catalogado como el mejor exponente libra por libra de la Acamm (Asociación Colombiana de Artes Marciales Mixtas). Pero en el segundo lo derribaron. “Eso le pasa por andar posando. Se desconcentró”, le gritó Pablo Hernández, su entrenador.
El tercer y último asalto fue una mezcla de los dos anteriores. Una simbiosis de puños, patadas y llaves hicieron que el público estallara en un frenesí de excitación que llevó a los más cercanos a pegarse a la reja del octágono a grito herido. “¡Dele, dele duro! ¡Péguele como si fuera la novia”. Los que tenían cámara aguardaban con una gran sonrisa el mejor golpe para disparar sus obturadores. Al final, y aún sin escuchar el veredicto, Benavides alzó su brazo al cielo y se sintió vencedor, sin importar la decisión del juez. Sabía que lo había hecho bien.
Después de todo, esta historia había comenzado cuando le tocó quitarse la ropa y quedarse en interiores mientras las cámaras disparaban sobre él. Fue examinado junto a su contrincante en las pesas donde antes se colocaban los productos que llegaban a Hooters, la franquicia bogotana del famoso restaurante estadounidense.
La gente gritaba. Benavides se angustiaba. A pesar de la dieta que había seguido para ganarse unos cuantos gramos estaba dos kilos por debajo de su rival, y en las artes marciales mixtas, donde se pelea en una jaula y casi cualquier golpe vale, el peso es determinante, sobre todo para evadirse del rival cuando todo parece estar perdido.
Néstor Benavides nació 30 años atrás en Bogotá. Fracasó en su intento de enseñar educación física y desde 2008 entrena y se gana la vida como encargado de oficios múltiples en Octagon, una academia de artes marciales mixtas ubicada en el barrio Galerías. Aunque pelea a nivel profesional, su sueño no es convertirse en campeón mundial de esta o de ninguna otra disciplina de contacto: quiere tres peleas más, hacer algo de dinero y pagar la inscripción y algunos materiales para estudiar gastronomía.
“El momento más triste fue en un combate en el que me sentí como perro de apuestas. La pelea ni siquiera se realizó en un coliseo o en un escenario deportivo, sino en un bar. El público eran un montón de borrachos que apostaban y reían mientras yo me exponía por unos cuantos pesos”. Lo que más teme en la vida es llegar a lesionarse de gravedad y que su familia tenga que cuidarlo y responder por él económicamente. “Ellos rezan mucho. No tengo esposa ni hijos, así que mi mamá es la del escapulario”.
Cuando sube al octágono, los que más barra le hacen son sus acreedores. “Si gano la próxima pelea, recibiré un millón de pesos que serán para pagar deudas: quinientos por acá, trescientos por allá”, comenta, y agrega: “Soy agresivo, pero no violento. A mi modo de ver, una persona violenta piensa con sevicia en dañar al otro, en acabarlo, en machacarlo. No creo que me llegaría a sentir muy orgulloso de ver a una persona que estuviera sangrando por mis manos. En cambio, la agresividad es sinónimo de tenacidad, de superación y de esfuerzo. La agresividad parte del instinto de supervivencia”. 
Su más reciente pelea se realizó en el Centro de Eventos de la Autopista Norte y fue organizada por Alejandro Merizalde y Jaime Tobón, de Acamm. La velada fue, a la vez, el lanzamiento de un reality show que se transmitirá en el país. “Algún día las artes marciales mixtas en Colombia serán más importantes que el fútbol. Queremos que se conviertan en deporte nacional porque hay mucho talento de nivel mundial”, afirman, haciendo alusión a ese bebé de monstruo que ha comenzado a desarrollarse con hambre amenazadora alrededor del mundo: las MMA, o como se les conoce popularmente, “las valetodo”.
Esa noche, en las graderías, el público rugía como un león sediento de sangre. Las risas recorrían las sillas, mientras los nervios y las plegarias estallaban silenciosamente en los camerinos. Se corrieron muchas apuestas, incluso algunas se pactaban por celular. Benavides tenía su propio negocio con otro amigo que pelea en la categoría amateur: un helado de Crepes & Waffles para el que hiciera el mejor cierre de pelea. “Bueno, entonces si pierdo por una paliza espectacular también gano”, le dijo antes de subir al octágono. Al final, cada quien acabó por pagar su propio helado, porque Benavides y Penagos firmaron el primer empate en la historia de “las valetodo”.
El boxeador: “Las cuerdas te impulsan cuando estás contra ellas”
Su contrincante sangraba. Jean Sotelo ya le había roto el pómulo y la ceja derecha. Parecía tenerlo todo bajo control. De repente un golpe que aún no sabe de dónde salió cambió las cosas. “Hoy entiendo cuál fue mi mayor error. Por dármelas de macho me paré demasiado rápido. Debí esperar la cuenta regresiva y aprovechar para recuperarme”. Jamás se lo ha perdonado.
Aquella fue una de las nueve peleas que Sotelo perdió como profesional, la más importante, porque era una especie de eliminatoria para disputar luego el título mundial de los supergallo versión CMB (Consejo Mundial de Boxeo). “También fue la lección más grande que he aprendido durante mis años como boxeador”. Meses después de aquel revés, Sotelo supo que su verdugo, Johny González, peleó por el cetro y obtuvo el cinturón mundial. “Podría haber sido yo”, se lamenta desde entonces.
Hoy, a dos años de aquel nocaut, su otrora gloria se ha convertido en un diario tirar y recibir golpes como sparring de quien lo requiera en un oxidado local ubicado en la calle 44 con 7ª de Bogotá. Sus rivales de entrenamiento, muchachos que buscan bajar de peso y tener una aventura para contar, intentan noquearlo con todas sus fuerzas. Él sólo puede tocarlos
Jean El Evangelista Sotelo es un pastor cristiano, boxeador de Montería, Córdoba, que se enamoró del cuadrilátero en 1985, cuando vio a Miguel El Happy Lora ganar el título mundial de peso gallo. Lo llaman El Evangelista porque cuando le piden autógrafos entrega folletos con citas de la Biblia y una imagen con su firma.
Pero los autógrafos sólo se los piden cuando está fuera del país. Mientras lo aclaman en el Japón que tanto ama, donde vivió un año y medio, boxeó y trabajó como operario indocumentado en una fábrica, en Colombia entrena en el Fight Club Bogotá como cualquier hijo de vecino.
Con los ojos cargados de ilusión, levantando sus pesadas manos de 35 años, El Evangelista narra su gran sueño: “Si me corono campeón mundial me retiraría contento. Es lo único que hace falta que Dios me dé. Ya me regaló la esposa que siempre soñé, me permitió viajar por el mundo con el boxeo, sólo falta el título mundial”. 
Hoy, El Evangelista se prepara para pelear a fin de mes en México por otra eliminatoria para título continental. “Aprovechando esta pelea quiero quedarme en México hasta marzo, unos meses de campaña y luego venir a Colombia y solicitar la visa japonesa para ver si me voy a terminar mi carrera. Porque allá apoyan más el boxeo y pagan mejor. Voy a pelear más seguido y a estar más metido en mi mundo. Es que en el boxeo, si no ganas, desapareces”, comenta.
Sonríe, mira al cielo como si implorara y cierra los ojos. Su frase parece una letanía. “Si no ganas, desapareces”.

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